miércoles, 12 de diciembre de 2007

EL OTRO LABERINTO


Habían pasado diez años. Sonó el teléfono. “Me gustaría verte. He regresado a mi antiguo departamento. ¿Vendrás?". Él aceptó porque nunca le pudo negar nada. Ni siquiera cuando ella decidió marcharse y le pidió que nunca más la llamara.

Volvió entonces a escuchar baladas cursis y a comer alfajores. A llegar tarde a casa y a enviar decenas de mensajes de texto a su teléfono móvil. Nada había cambiado. Los silencios eran los mismos, sólo sus senos eran ahora más grandes y su piel inexplicablemente más suave a pesar del paso del tiempo. “Sigues igual, ¿por qué tienes que pedirme disculpas después de besarme?”.

En las paredes de su dormitorio: fotografías de personas que alguna vez ella le había presentado. Halló también la fotografía de los dos en la playa. Fue la primera que se tomaron juntos. La primera. “Éramos un par de niños que tenían miedo a tomarse de las manos. ¿Recuerdas que le robabas dinero a tu padre para invitarme helados que yo comía a pesar de estar resfriada?”. Su risa todavía conservaba ese chasquido armonioso de las olas contra las rocas. Afuera, en la calle, los postes empezaron a desvanecerse como sombras.

La perdió. La perdió con la noche. Intentó seguir su aroma y su voz que parecían emanar de la solidez de la penumbra. “¿Me amabas? A pesar de todo siempre me amaste. ¿Cuánto tiempo estuviste sentado a la salida de la universidad? ¿Cuánto?” La abrazó. Y recordó la primera vez en que la sintió desnuda, fulgurante, en medio de la oscuridad.

Cerró la puerta con la intención de espantar todo. A todos. “Fuiste el primero –le dijo ella-, por entonces era una chiquilla a la que le gustaban tus ojos tristes y los tarjetas de colores que me regalabas”. La sintió sobre él. Tibia y suave como hacía diez años.

Se recostó sobre su pecho. Él coloco su mano sobre el vientre de ella. Su abdomen subía y bajaba en una onda que se perdía en algún lugar insondable de la habitación. Pronto se quedaría dormida. Él cerró los ojos. Empezó a hacer frío. Nuevamente se sintió solo. “Debo decírtelo, tengo una hija… Se llama Ariadna – le susurró ella tristemente.”


Ariadna está perdida en el parque. “Es una buena niña. Se parece a ti. A veces le cuento las historias que me contabas. No las cree, pero le encanta escucharlas. Yo las creía”. Los titiriteros inventan sueños y los hacen tangibles sobre la acera. Los niños se congregan cromáticos y felices. Niños. Niñas. Canciones de ronda. Gramófonos. Títeres con hilos imperceptibles. Ariadna dentro del laberinto.

“¿Por qué volví? No lo sé. Ariadna a veces me pregunta de dónde soy. Siempre viene conmigo. Ahora, por mi trabajo, viajamos mucho” Ariadna con su insondable madeja cruza las galerías. “Estás solo. Siempre sentí que seguirías solo”. Estaba solo bajo el haz luctuoso de los faroles. En la banca. En la misma banca.

Ella cepilla el cabello de Ariadna. Hilos que se prolongan alrededor de toda la ciudad concéntrica, sobre su habitación, hacia el departamento, hacia la avenida. Sin el misántropo minotauro. “Ariadna se siente a gusto contigo y desearía quedarse. Le gusta la playa y dar saltitos descalza sobre la arena”.

Solo entre las paredes de su habitación. Solo. Ariadna le sonríe. Intenta seguir el hilo desprendido de su madeja invisible en la solidez de las sombras. Escapa de un minotauro ausente. De una bestia solitaria. “Lo siento… Ariadna no es tu hija”

La ciudad es un laberinto con innumerables puertas abiertas. Con luces pequeñas que se abren como ríos luminosos a la distancia. Lejana. Él nunca regresó. Sólo las palabras de un extraño correo:

“Ariadna nunca tuvo el hilo para salvarme del minotauro. El minotauro era yo”

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Está para leerlo en papel. No obstante me he dado cuenta de algunas cosas: el lenguaje es hermoso en casi la mayoría del relato. Hay en ciertas partes mal uso de las comillas. Y bueno parece que el texto carece un poc de fluidez. Además creo que habría que desarrollar mejor la figura del "minotauro" dentro del texto, como que noto que le falta algo que la una más con los personajes.

En el siguiente párrafo, más que en los otros, noto la influencia de Oscar Contreras:

"Ariadna está perdida en el parque. “Es una buena niña. Se parece a ti. A veces le cuento las historias que me contabas. No las cree, pero le encanta escucharlas. Yo las creía”. Los titiriteros inventan sueños y los hacen tangibles sobre la acera. Los niños se congregan cromáticos y felices. Niños. Niñas. Canciones de ronda. Gramófonos. Títeres con hilos imperceptibles. Ariadna dentro del laberinto".

¿No te parece? Jeje. Es bueno influenciarse positivamente.

Saludos.

Unknown dijo...

saludos
algo me dice ke es un buen texto, lo ke sucede es ke aún no termino de leerlo, aún asi me da ganas de terminarlo...
hasta lo ke leì: muy bueno.

SIENA TOSTADA dijo...

OSCAR! finalmente eres influencia para alguien...
Y NO ES FINTA!
( oye mi estimado jonatan ya deja de succionar )

Oscar Ramirez dijo...

Le falta un mayor trabajo como texto literario. Si el objetivo de su composición fue literario...

Sinceramente, Borges sentiría lástima: es una burla para La Casa del Asterión.

Anónimo dijo...

Bueno, yo lo hice notar: esa figura del minotauro está aún muy inmadura.
Pero que me parece que ese tìo Oscar Ramirez anda màs perdido que la mamà de Marcos... ¡¡Como si el gran Borges fuera el que hubiera inventado el mito del Minotauro... Naaa, antes del de Borges, existieron muchos relatos sobre Ariadna y su hermano...

Bueno, bueno, mi querido Oscar, a ver si te lees un libro de Mitologìa Griega. (Mira còmo he aprendido lo que hacìas: recomendar libros).

Saludos afables.

Airin dijo...

papa tkm!!! bonito texto ^^, t adoooora tu hijita n.n!!

Víctor Flores Lazo dijo...

Me agrada, sinceramente. Se parece mucho al texto que me pasaste ayer por el msn (bueno, no mucho).
Aunque no lo creas sentí tristeza por el "minotauro".
Buena historia, buen Garo, las críticas ya las hicieron los de atrás.
No hay que leer mas de una vez para darse cuenta de que el abismo de la tristeza es tan profundo como inmenso y, creo yo, es directamente proporcional a las millones de puertas abiertas (y cerradas) de la eterna soledad de nuestros corazones eternamente solitarios.