lunes, 31 de diciembre de 2007

DENDROFILIA


El aire se filtra desnudo y fugaz entre la puerta.
Tú también como el aire. No más. Yo debo ser sólo un sonido arbóreo que entró por la rendija.

Llamada esperada. Boletos de teatro nunca usados.
Y que llámame sólo cuando seas musgo y calles. Y que iremos a la función a ver las marionetas peinando margaritas con nuestros dedos.
Y que mejor vete. Y que ya no te necesito. Y que adiós.

La noche, tímida, se fragmenta en los rincones. Una sábana apenas esculpe su torso.
Anoche no fuiste tanta noche. ¿Qué comprende ese pájaro bobo que me mira? Nadie te entiende.

¿Por qué no te distingo del silencio?

La lluvia de noviembre, luctuosa, sobre las aceras. ¿Eres tú? ¿Quién deja desprendida tus lágrimas? Mano sobre vidrio. Gotas al otro lado, inalcanzables. Y que sopla. Y que pon ahora tu nombre. Y que no, mejor no. El nombre de ambos. Y que el corazón parece una pera. No te sale bien. Mejor lo hago yo. Ausentes y anónimos.

Mato al pájaro y lo relleno de noche. Sucia de ausencia la habitación. Anónima y reptil: ventana de lianas, rectángulo fotográfico. (Mira, esa gota que cae soy yo. Y aquella eres tú. A que no me atrapas… Yo aproveché con la cámara. Saliste bien). Y observarte como agua que no cae. Dendrofílica espera. Palabras no dichas. El inexorable corazón arbóreo, bordado en los anillos acuosos de cada temporada.

Y que no soy esa estúpida orquídea. Y que me voy. Y que es mejor porque en ese pueblo han muerto todos los carteros. Y que suéltame. Y que nuestro amor era un nido de canarios que nunca aprendieron a hablar.

Marioneta. Hilos. Mano. Cuestión de unas tijeras. Soy el único que puede repararte. No habrá más funciones sin ti. Hermoso tu rostro. Inmutable. Y que jamás se irá porque tengo el molde.

Y que no te creo titiritero loco. Y que aleja ese cincel de mí.




Nota: Texto desarrollado conjuntamente con Paul Quispe y el obeso camaleón.

lunes, 17 de diciembre de 2007

DICOTOMÍA AUSENTE



A la ausencia.


Me vi en un espejo. Ella era yo. Tuve miedo. Y estaba solo.


Caruso interpretado por Luciano Pavarotti


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sábado, 15 de diciembre de 2007

DESEOS BAJO LA TIERRA


Para Airin

Deseo que emerja de ti
El verso libre de los pájaros en primavera,
Ululante
Sobre tu cabellera sombría
Sobre tu tierna hermosura carmesí

Te deseo entre las ramas,
Contemplando el cielo azul y exacto
Que baja al secreto de tus senos intocados,
Níveos, insondables.

Deseo una estrella fugaz
Que baje en danza armónica
A tus hombros
A la lámpara
De tu belleza ondulante.

Deseo que emerjan de ti
Los sacros alimentos del poeta,
Silentes
Que broten de tu vientre
Las ingénitas palabras
De la tierra
Que los pájaros canten
La melodía
De tu cuerpo extendido
En las ocultas estrofas del poema.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

EL OTRO LABERINTO


Habían pasado diez años. Sonó el teléfono. “Me gustaría verte. He regresado a mi antiguo departamento. ¿Vendrás?". Él aceptó porque nunca le pudo negar nada. Ni siquiera cuando ella decidió marcharse y le pidió que nunca más la llamara.

Volvió entonces a escuchar baladas cursis y a comer alfajores. A llegar tarde a casa y a enviar decenas de mensajes de texto a su teléfono móvil. Nada había cambiado. Los silencios eran los mismos, sólo sus senos eran ahora más grandes y su piel inexplicablemente más suave a pesar del paso del tiempo. “Sigues igual, ¿por qué tienes que pedirme disculpas después de besarme?”.

En las paredes de su dormitorio: fotografías de personas que alguna vez ella le había presentado. Halló también la fotografía de los dos en la playa. Fue la primera que se tomaron juntos. La primera. “Éramos un par de niños que tenían miedo a tomarse de las manos. ¿Recuerdas que le robabas dinero a tu padre para invitarme helados que yo comía a pesar de estar resfriada?”. Su risa todavía conservaba ese chasquido armonioso de las olas contra las rocas. Afuera, en la calle, los postes empezaron a desvanecerse como sombras.

La perdió. La perdió con la noche. Intentó seguir su aroma y su voz que parecían emanar de la solidez de la penumbra. “¿Me amabas? A pesar de todo siempre me amaste. ¿Cuánto tiempo estuviste sentado a la salida de la universidad? ¿Cuánto?” La abrazó. Y recordó la primera vez en que la sintió desnuda, fulgurante, en medio de la oscuridad.

Cerró la puerta con la intención de espantar todo. A todos. “Fuiste el primero –le dijo ella-, por entonces era una chiquilla a la que le gustaban tus ojos tristes y los tarjetas de colores que me regalabas”. La sintió sobre él. Tibia y suave como hacía diez años.

Se recostó sobre su pecho. Él coloco su mano sobre el vientre de ella. Su abdomen subía y bajaba en una onda que se perdía en algún lugar insondable de la habitación. Pronto se quedaría dormida. Él cerró los ojos. Empezó a hacer frío. Nuevamente se sintió solo. “Debo decírtelo, tengo una hija… Se llama Ariadna – le susurró ella tristemente.”


Ariadna está perdida en el parque. “Es una buena niña. Se parece a ti. A veces le cuento las historias que me contabas. No las cree, pero le encanta escucharlas. Yo las creía”. Los titiriteros inventan sueños y los hacen tangibles sobre la acera. Los niños se congregan cromáticos y felices. Niños. Niñas. Canciones de ronda. Gramófonos. Títeres con hilos imperceptibles. Ariadna dentro del laberinto.

“¿Por qué volví? No lo sé. Ariadna a veces me pregunta de dónde soy. Siempre viene conmigo. Ahora, por mi trabajo, viajamos mucho” Ariadna con su insondable madeja cruza las galerías. “Estás solo. Siempre sentí que seguirías solo”. Estaba solo bajo el haz luctuoso de los faroles. En la banca. En la misma banca.

Ella cepilla el cabello de Ariadna. Hilos que se prolongan alrededor de toda la ciudad concéntrica, sobre su habitación, hacia el departamento, hacia la avenida. Sin el misántropo minotauro. “Ariadna se siente a gusto contigo y desearía quedarse. Le gusta la playa y dar saltitos descalza sobre la arena”.

Solo entre las paredes de su habitación. Solo. Ariadna le sonríe. Intenta seguir el hilo desprendido de su madeja invisible en la solidez de las sombras. Escapa de un minotauro ausente. De una bestia solitaria. “Lo siento… Ariadna no es tu hija”

La ciudad es un laberinto con innumerables puertas abiertas. Con luces pequeñas que se abren como ríos luminosos a la distancia. Lejana. Él nunca regresó. Sólo las palabras de un extraño correo:

“Ariadna nunca tuvo el hilo para salvarme del minotauro. El minotauro era yo”