
Azul sobre azul
hasta verde
Hubiera bastado con un Te amo. Un deslustrado e inconmensurable Te amo. Un Te amo para que ella no se fuera, para que tomara más café y se riese de la malas bromas y, aún más, de las peores anécdotas que yo contaba.
Siempre me habían gustado las muchachas de cabello largo y ojos grandes, locuaces y de gestos infantiles, de paseos largos por las calles céntricas y amantes de los peluches y los cachorros. De esas muchachas a las que sólo bastaba con quererlas: yendo al cine, llamándolas diariamente a su teléfono móvil, recordando aniversarios intemporales y hasta el cumpleaños de sus mascotas.
Para Irene, en cambio, las fechas eran triviales, la sistematización absurda de algo inaprensible: una rueda, la forma circular del tiempo, arrojada sobre los charcos dejados por la inesperada lluvia de septiembre o la escritura de aquellos poemas que ella nunca publicaría.
Sobre nuestro lecho de amantes nefelibatas, soñábamos con una niña celeste de enormes alas, que volaba cayendo; como los pequeños pájaros que nunca aprenden a volar y destrozan sus cráneos contra el pavimento; tal vez a pesar de todo esperábamos a esta imposible niña; para observarla transparente, cerúlea e inevitablemente muerta. En un beso o en los leves quejidos, donde su cadáver alegraría nuestra melancólica lujuria; como si traspasar nuestros cuerpos hubiese sido una despedida continua o una comunión inexplicable de nuestras soledades.
Irene no toleraba el amor, le espantaba el amor; afirmaba que era una pretensión absurda, que era más hermoso el atardecer en la playa o el nacimiento del fuego sobre la arena, como un milagro mitológico parido de la oscuridad, de las canciones gitanas que me susurraba al oído, del vuelo de los pájaros hacia la profundidad clara del mar o los pasos imperceptibles de gigantes encadenados.
Todo era una exageración y a la vez, inexorablemente, distinta al amor. Hasta la forma de su desaparición en una calle céntrica, en aquel parque, del que tanto me hablaba, de la retórica o de la ponzoñosa hermenéutica que relataba sobre el mármol de las estatuas renacentistas con la única certidumbre de la ausencia. Era la abominación de quererla dentro de un laberinto con incontables puertas abiertas, de hallar minotauros en la perfecta figura de los círculos.
Y es que lo olvidaba la niña celeste volaba cayendo, pero también en círculos... infinitamente.