
A ella…
Cerré los ojos esperando no verla más. Sin embargo, ubicua, aparecía como un minucioso felino detrás de mis cavilaciones. Yo había decidido mentir, presumiendo que un lustro podría transcurrir con la sutileza de una alucinación sin temporalidad. Pretendí ser nihilista; negué la curiosidad de sus ojos, absortos y castaños, observándome. Hasta intenté afirmar la falacia de su aroma luctuoso, apelando a razonamientos inconsistentes. Torpe, encontré presunciones hiératicas sobre su vientre. Pero tarde. En tanto, unas lágrimas humedecieron sus manos.
Abrí los ojos. Ella sollozaba. Quise abrazarla con la esperanza de encontrar un equilibrio, una respuesta satisfactoria dentro de la incertidumbre. Era extensa, infinita, pero insondable. Solo podía basarme en lo ostensible, palpar su fragilidad hasta llegar negligentemente a lo mitómano y, en efecto, a lo parcial. Traté de disuadirme, la contemplé indagando etiologías probables, figuras desconocidas, razones coherentes. Infructuoso, tuve que conformarme con mis vanas elucubraciones. Ya sin palabras, mi conciencia divagaba en lo mental, obnibulada. Entonces ella, entrecortadamente, dijo: Es inefable.
Evité esa palabra durante casi todo el lustro, pues no aceptaba la limitación del lenguaje. Hice como si no la hubiera escuchado nunca. Ella lo sabía. Sin embargo, la repitió más fuerte. Yo callé. El silencio. Lo inefable. Inexorable, tuve que decírselo: Te amo.
Nota: Una sincera disculpa... Este es un texto sin animos de formalidad.