miércoles, 19 de marzo de 2008

ANONIMO


No tomé el microbús. Es inevitable e innegable el dinamismo de la realidad, pero, a veces, está allí: estática. Dicen que los árboles de esta ciudad se retuercen por las penas. Afligido, mi discurso solipcista concluye en el diáfano trazo de su rostro, línea clara de arbusto caído sobre la acera.

Hace varios años me aterraba su ubicuidad, esa travesura a la que estaba acostumbrada, aparecía como gata pequeña y se desvanecía como sombras. Aún las ancianas del barrio, donde vivió, cuentan a los niños historias de maullidos y espantos.

Fui aceptando su desaparición con los alegatos persuasivos del aguardiente, las lecturas prosaicas y la indolencia de la música clásica. Inicié el deletéreo ritual de la contemplación y la soledad: observaba a través de la ventana como las niñas se arreglaban el cabello y se parecían a ella. Una beca del extranjero me apartó, definitivamente, del laberinto que se bifurcaba entre sus ojos castaños.

El cuarto universitario extranjero espantó mis recuerdos. Los bares y las muchachas que mascullaban a medias el español y encontraban interesante mi melancolía reemplazaron su figura por la más fina de las concupiscencias. Terminé enredándome con algunas, hasta les dije en su lengua nativa que las quería, pero en la profundidad del sueño su ubicuidad aún era irrevocable.

Cuando regresé, la ciudad parecía no haber cambiado. Conversé con los niños que jugaban en el parque. No recordaban a la muchacha que le recogía sus balones o les regalaba caramelos. Aterrados llamaban, desesperadamente, a sus madres. No eran los mismos niños.

No tengo certeza sobre el número de veces que fuimos al parque. Siempre yo caminaba delante, contando historias tontas, hasta que ella me abrazaba y pedía sentarnos en alguna banca. La quería aún más, cuando me explicaba su teoría sobre el origen de los insectos o la filología de la literatura fantástica inglesa. No sabía nada, pero me trataba de convencer. Y yo quería dejarme convencer.

Fue inevitable que la dejará de llamar. Aquella noche, lejana de septiembre, estaba boca abajo sobre su cama. Me dijo que no escribiera, que la besara. Pero a los veinte no podía dejar de escribir. “Tu cuerpo podría ser un poema – le dije.” “Por favor, tómalo – replicó ella.” El amor más ideal no me lo permitía. El silencio me traicionó. Cerré la puerta, lentamente, con la única certeza de que la había perdido para siempre.

He tomado el microbús. Un muchacho delgado canta las baladas cursis que a ella le gustaban. Le he dado una propina. A mi lado se sienta sollozando un adolescente, me pregunta: “¿Señor, por qué es más larga la pena que el amor?” Respondo: “El amor, por lo general, es un animal fantástico que habita en alguna mente, pero no en dos”.



The Fourth Cafe Avenue, la letra de la canción resume muchos de mis sentimiento que me acompañan en las caminatas solitarias. Hasta el asceta no se encuentra totalmente solo, siempre hay alguien que se acuerda de él y este siempre piensa en alguien.


sábado, 8 de marzo de 2008

A LA PLAYA CON DAPHNE


A Dafne

Lo poco rescatable de ser un papanatas sin pareja ni afán por alguna señorita de valía, son las comidas solitarias fuera y los paseos misantrópicos y económicos en microbús. Pero, debido a un raro ataque de optimismo quise deshacerme de ésta forma de vida asceta. En consecuencia, invité indiscriminadamente a un paseo contemplativo por la playa, casi metafísico, a media docena de muchachas encantadoras y muy tolerantes, claro que a cada una por separado. Como siempre he llamado por teléfono a las personas equivocadas y en el peor de los momentos, ésta vez tampoco fue la excepción. Terminé perdiéndome y preguntando a los sujetos más extraños donde podía tomar el microbús para la playa, e inevitablemente como deben suponer solo. Mi mochila, mi MP3 y yo.

Luego de dos horas pude colgarme de un microbús y enrumbar a Huanchaco. Parado empecé a cavilar sobre las pocas veces que había ido al balneario en los últimos años. Cuando era pequeño, el mar era un lugar tan común como la cocina de la casa o el patio trasero donde enterraba insectos y las cosas más impensadas a escondidas de mi madre. Tan común como jugar con Daphne.

Y fatalmente encontré su nombre pintarrajeado en uno de los asientos maltrechos del microbús. Pensé en Daphne mientras el mar desde la ventana se hacía inmenso e inasequible. “¿Quieres que te preste mi triciclo? Tráeme un cangrejo. Sí, Jona un cangrejo… un muy muy, no. No, Jona… porque me asustan”. Y arriesgaba la vida como todo buen rapaz de seis años entre las rocas en busca del crustáceo más colorido para Daphne. El mundo parecía terminar en la playa, en un abrazo acuoso sobre la arena, sin ningún cangrejo. En el tierno beso de Daphne sobre mi mejilla.

El balneario no había cambiado, tan hermoso y a la vez tan impersonal, pero el mar me recuerda a Daphne a los helados que comíamos juntos y que se derretían entre nuestras manos. Eso me espanta. Y no pensé terminar sentado sobre las rocas, buscando cangrejos, dejando a los muy muyes y encontrando a Daphne en cada pequeña niña descalza sobre la arena.

Y determiné esperar que el mar me tragase, que tal vez en el fondo encontrara a Daphne, pero no podía ser tremendista, ella estaba tan cotidianamente como en el directorio de mi teléfono móvil. No llamada hace varios años. Es imposible que recuerde los cangrejos o los días de playa, pues casada tiene un hijo, al que sé, le cuenta otro tipo de historias.

Tercer ending de Full Metal Alchemist que también me recuerda a Dafne.